Si le tuviera que poner banda sonora a mi diabetes, tengo muy claro que la primera canción que saldría en el disco sería el hit infantil “Vamos a contar mentiras”. Esta maravillosa canción ha acompañado a mi generación en innumerables excursiones en el autobús del colegio y en mi caso, también ha acompañado a mi páncreas no funcional de manera descarada.

Como mi debut fue justo antes de que la adolescencia me invadiera, a mí todo esto de los controles de azúcar, los pinchazos y las comidas,  la verdad es que me venía bastante grande, por no decir enorme, así que ahí estaba mi madre de directora de escena, llevando las  riendas de esta nueva situación.

Durante esta época, podía tener leves descontroles, pero mi pediatra(aún era muy joven para que el seguimiento me lo hiciera un endocrino) se sorprendía siempre gratamente de mis resultados, hasta me llegó a decir que de sus diabétic@s era la que mejor control llevaba. Qué orgullosa estaba de mí misma por aquellos entonces.

Al cumplir los 14, dejas atrás al pediatra y conoces al endocrino que te va a llevar el seguimiento y ahí las cosas cambian un poquito. Ya no eres un niño, eres un mini adulto delante de un médico acostumbrado a tratar con adultos que te asusta porque ya no te dice que tienes el mejor control de todos, ni te lleva de la mano. Además en la sala de espera ya no hay niños, hay gente de todas las edades y eso descoloca bastante, la verdad.

Y en esta época ya no solo te cambia el médico, también te cambian el cuerpo y la mente, sobre todo la mente, porque pasas a ser un ser dominado por las hormonas y por unas ínfulas de superioridad que no hay endocrino ni madre que controle.

En esta edad lo normal es experimentar y que mi páncreas estuviera en huelga no hizo que mi adolescencia fuera diferente, yo también quería experimentar. ¿Y qué es aquello que tenía más «prohibido»? Evidentemente la comida, así que por ahí empezó mi rebeldía adolescente.

Lo que tenía que evitar, de repente se volvió totalmente apetecible y de apetecible pasó a irresistible y como es obvio, acabé saltándome todas las cosas que hasta entonces seguía a rajatabla. Y como es más obvio todavía, las cifras de azúcar se disparaban a niveles hasta entonces desconocidos.

Como mi cabecita pensante siempre ha estado muy bien dotada para el “mal” averigüé que podía engañar al glucómetro que tenía entonces y por lo tanto a mi madre. Por aquellos entonces, la medición de la glucemia tardaba dos minutos. Tenía que poner la gota de sangre en la tira, a los 60 segundos limpiarla y meterla en el glucómetro que 60 segundos después daba la lectura. Al limpiar la gota de sangre ya podías intuir por el color de la tira si la cosa iba a estar bien, mal o muy mal así que cuando veía que el color iba a delatar algún “abuso alimenticio” rápidamente la relimpiaba con un algodón con alcohol y no veas como cambiaba la cosa. Plan perfecto para que mi  madre no sospechara nada. Otro triunfo de mi mente «astuta». O eso pensaba yo, claro.

Mi relación de ideas era sencilla, si mi madre ve un buen resultado, en mis controles anoto un buen resultado y cuando me hago un perfil glucémico (esos maravillosos 7 pinchazos al día) no hago nada raro, nadie se va a dar cuenta. Todos felices y yo comiendo cosas que llevaba sin comer lo que para mí eran siglos, aunque en verdad no había pasado tanto tiempo.

Y ahí entré en una red de mentiras que cada vez se enredaba más y más. Hay que entender también que en aquellos entonces no sabía ni lo que eran los HC, ni las raciones ni muchas cosas que a día de hoy considero vitales, pero eran los 90 y contentos podíamos estar con que teníamos insulina…

Lo que descubrí sobre todo en aquella época es que el dicho de que “se pilla antes a un mentiroso que a un cojo” es una verdad enorme. Mi red de mentiras se venía abajo cada vez que iba al encodrino y veía como la HbA1c iba aumentando paulatinamente. Yo ponía cara de póker y decía que no lo entendía si hacía todo bien… Ante todo había que ser coherente con la mentira que suponían los controles que le llevaba apuntado. Todo esto suponía cambio de pautas de insulina, de rutinas, de más pinchazos y sobre todo suponía unos disgustos a mi madre que a mí me pasaban totalmente desapercibidos entonces.

Con el tiempo la he llegado a entender muy bien, tristemente 🙁. Ahora que soy yo la que lleva todo ese control de pinchazos, de insulinas, de comidas, veo el esfuerzo que hacía mi madre por mantener todo en su sitio y soy consciente de la frustración que supone poner todo tu empeño en hacer que todo esté en su sitio y que el resultado parezca más fruto del azar que de otra cosa.

Por eso ahora cuando estoy con mis sobrinos y oímos la canción de “Vamos a contar mentiras” me queda un sabor agridulce por todas aquellas que le conté a mi madre, porque si no es vuestra primera visita por aquí y habéis leído Keep calm y ponte la insulina, veréis que estas no han sido las únicas.

Nos leemos entre pinchazos. Besos dulces

 


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