Historia de verano.
Últimamente, sobre todo debido al blog, hablo mucho con mi madre del tema de la diabetes y de cómo la hemos vivido juntas durante muchos años.
Mi diagnóstico fue a punto de comenzar el verano (un 10 de junio en concreto) y eso también tuvo relevancia en mi diabetes.
Aquí en La Rioja, algo muy habitual en la gente de mi generación, siempre ha sido lo de “tener pueblo” o lo que es lo mismo, a pesar de vivir en Logroño, alguno de los padres era de algún pueblo de más o menos cerca y los fines de semana y el verano, lo normal era ir allí. (Y como no te quisieran llevar el berrinche era de órdago).
Mis padres son ambos de un pequeño pueblo a unos 30 kms en plena sierra y aunque en invierno no había manera de convencerlos para ir (la nieve y el frío no ayudaban) en verano, yo allí era feliz con mis abuelos, a los que troleaba como si no hubiera mañana.
Yo allí tenía mi pequeña cuadrilla (la mayoría éramos familia en mayor o menor grado) y estábamos 4 chicas que éramos inseparables.
Una de ellas era mi prima pequeña con la que he disfrutado de una infancia maravillosa y que nos hemos querido como hermanas. Las otras no eran tan cercanas, pero ya os digo que éramos un pequeño grupo muy unido, sobre todo porque no éramos mucha más gente.
Después de mi diagnóstico, tocaba el verano y por supuesto el pueblo.
Ya no me dejaban tanto con mis abuelos, todo era muy reciente y aún nos teníamos que adaptar todos, pero en agosto mis padres estaban allí, así que yo también.
Recuerdo cuando llegué con mi maleta de verano y al poco llegó mi prima a casa totalmente cabreada.
Ahí el corporativismo familiar se hacía muy patente y sin saber lo que le pasaba, yo también estaba enfadada por solidaridad.
Cual no fue mi sorpresa cuando me dijo que una de las cuatro patas que formábamos ese pequeño grupo había dicho algo así:
- Yo no quiero que venga con nosotras nunca más. Imagina que nos pega lo que tiene. Además la ha visto por la calle y está muy blanca y tiene cardenales en las venas de pincharse.
- Mira, no tengo cardenales. Además no soy contagiosa, lo único es que no me voy a curar nunca. Mi inocencia allí se hizo muy patente y sólo pude que enseñarle el brazo mientras le decía esas palabras.
Ese día marcó un antes y un después en esa cuadrilla. Esa pata se fue de nuestras vidas y lo hizo para siempre. A día de hoy, más de 25 años han pasado, no le he vuelto a dirigir la palabra.
Quizá es algo exagerado por mi parte, a fin de cuentas, no podemos sacar de contexto que apenas éramos unas niñas de 13 años en los 90 que se enfrentaban a algo nuevo y que ninguna sabíamos bien cómo gestionar. Ninguna.
Pero ese dolor se quedó para siempre en mí y no me arrepiento de lo que hice en aquel verano del 92.
Si retrocediera en el tiempo, tengo la certeza de que volvería a hacer lo mismo en esa situación…
Si fuera hoy, quizá la reacción fuera otra. O no. De esto tengo más dudas.
La infancia marca mucho. Y cuando te acaban de robar parte de ella, oír que alguien ya no quiere ir contigo porque te acaban de diagnosticar diabetes es un tatuaje en el alma de por vida.
Fue un verano raro. Durante los 12 años anteriores teníamos unas rutinas que ese verano cambió para siempre.
No me hizo más fuerte esta situación. Al revés. Conocí un sentimiento nuevo y fue la vergüenza por la diabetes, y eso sí que me marcó durante mucho tiempo y de mala manera.
Pero esa historia ya será una historia para otra estación del año y otro día os la contaré (por eso de mantener la intriga).
Como siempre estáis invitados a dejar vuestros comentarios abajo tanto para alabarme el gusto como para ponerme a parir. Todos sois bien recibidos, salvo el spam.
Nos leemos entre pinchazos. Besos dulces.
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