**Si habéis llegado aquí por casualidad, tened en cuenta que esta historia es parte de una más grande y que antes de empezar es recomendable leer El pediatra al principio y Las dos torres parte 1.
LLORANDO A GANDALF
Había tocado fondo medicamente hablando. No podía confiar en ningún médico. Solo iba a perder el tiempo. Y si hay algo que desde siempre he tolerado mal es que me hagan perder el tiempo, porque es algo que nunca nadie te puede devolver.
Mi madre lo pasó mal, sabía de la importancia de las consultas pero llegué tan derrotada ese día que hablar de volver era casi un tema tabú porque cada vez que surgía el tema la discusión era monumental.
No se me podía hacer entrar en razón.
¿Y qué me hizo volver a un endocrino? Buena pregunta la verdad. Y la respuesta es sencilla. Otro médico.
GANDALF RESURRECTION
Como os decía en esa época hacía rápido la maleta y me iba a trabajar fuera. Y en mi última mudanza acabé en un pueblo costero de Girona. Yo hacía mi vida como me habían enseñado, me ponía la insulina cada 12 horas (usaba bolígrafos de premezclada) y trabajaba y disfrutaba de estar allí.
Hasta que un día me empezó un dolor muy intenso en la zona de las costillas que me impedía respirar. Mis compañeras de piso se asustaron mucho y me llevaron a urgencias y allí me ingresaron para hacerme unas pruebas. Fisura en una costilla fue el resultado.
Entre esas pruebas me miraron el azúcar. Resultados de antes de debut y eso que de vez en cuando hasta me lo miraba y hasta me ponía la insulina.
De esta manera lo que iba a ser un alta en unas horas se convirtió en un ingreso de unos días.
Evidentemente me pusieron delante a un endocrino. Gracia no me hacía, aunque habían pasado años, el recuerdo seguía muy reciente en mi memoria.
Y me cambió la vida, pero a mejor.
Gandalf volvía a mi vida, ya como Gandalf el blanco. Recuperé el interés y las ganas de cuidarme porque me enseñó algo que yo no sabía y no es otra cosa que el concepto de ración.
26 años tenía. Debut a los 13. La mitad de mi vida con diabetes y sin saber lo que eran las raciones y los hidratos de carbono.
Hasta ese momento yo era de las que pensaba que no podía comer dulces y que tenía que tener cuidado con el pan. Pero no tenía ni idea de lo que eran los hidratos de carbono, ni su conteo ni cómo afectaban a mis glucemias.
Solo tengo palabras de agradecimiento para este nuevo Gandalf. Cómo no voy a estarle agradecida si me salvó la vida.
También me cambió el tratamiento. Pasé de los bolígrafos de insulina premezclada a lenta y rápida por separado. Ahora tenía que contar hidratos para saber cuánta insulina me tenía que poner. Era tan sencillo y tan complicado como eso.
Me hacía gracia cuando me decía que no quería inmiscuirse en mi tratamiento con mi médico habitual. Me lo repetía tanto que al final le confesé que no iba al endocrino. Blanco se me quedó el Gandalf, pero literalmente. Hasta me hizo prometer que eso iba a cambiar cuando volviera a Logroño.
Mientras estuve allí me estuvo llevando él como desplazada.
Y este médico fue el que me enseñó que puedo comer de todo (menos veneno y galletas con veneno claro) y cómo hacerlo. El giro que supuso eso en mi vida no tengo palabras para describirlo. Porque por fin era verdad, mi vida con diabetes era igual que sin ella.
13 años, media vida, sin comer tortilla de patata y eso se iba a acabar.
La cantidad de veces que le pude preguntar si de verdad podía comer de todo. Qué paciencia tuvo mi Gandalf el Blanco particular.
Después ya volví a Logroño, esta vez de manera definitiva y conocí al que a día de hoy es mi endocrino y al que no cambiaría por nada del mundo. Pero de eso ya os hablaré en la próxima entrega “El retorno del rey”
Como siempre estáis invitados a dejar vuestros comentarios abajo tanto para alabarme el gusto como para ponerme a parir. Todos sois bien recibidos, salvo el spam.
Nos leemos entre pinchazos. Besos dulces
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