Tras mi debut como estrella de la diabetes, llegó la fase en la que tenía que prepararme para “subirme a los escenarios”, o lo que a efectos prácticos fue un mes en el hospital aprendiendo que era eso de la diabetes y a manejarla, porque como descubrí durante ese mes, era algo que había llegado para quedarse y quedarse para siempre.

Recuerdo llegar al hospital sin entender nada de lo que estaba pasando. Entendía que estaba enferma, eso sí, pero poco más. Por todos lados oía la palabra azúcar y que continuamente me pinchaban en el dedo y cada vez que salía el resultado, las caras adquirían un gesto serio para mí incomprensible.

De muy pequeña recordaba que mi madre había tenido problemas con el azúcar alto, pero fue algo temporal, así que con mi inocencia le pregunté a mi madre que cuándo estaría bien, que ella cuánto tiempo estuvo sin poder comer pan (era lo que recordaba de aquella época) y conteniendo las lágrimas me explicó que ella tuvo un problema con unas pastillas y por eso se le alteró, pero que mi caso era diferente.

En ese momento entendí que algo había cambiado para siempre, no tanto por la explicación de mi madre, sino por su esfuerzo por no llorar delante de mí, sabiendo lo que se me venía encima.

Imaginaros la situación, 13 años, te dicen que tienes diabetes, no tienes ni idea de lo que es eso, ni mucho menos de lo que implica. Lo único que tienes es complejo de alfiletero porque no hacen más que pincharte el dedo. Te dicen que lo de comer galletas va a cambiar y ahora te tienes que inyectar la insulina. De repente ves una aguja cerca tuyo con un líquido turbio, es tu primera inyección. ¿Cuál es mi reacción? Pues a mi me pareció la más normal, ponerle la vena del antebrazo para que me clavara la aguja, cuál yonki esperando su chute.

 

No sé si estaban acostumbrados a eso o si mi naturalidad desinformada les sorprendió, pero tanto el médico como la enfermera no pudieron evitar media risa. Con su paciencia ya me explicaron que la inyección no iba ahí y en ese momento perdí mi “virginidad insulínica” y recibí mi primer chute de vida.

Y lo defino como chute porque puede que no todos lo hayais conocido, pero por aquellos entonces los bolígrafos de insulina estaban muy lejos en el tiempo (estamos en los 90) y lo que se llevaba entonces eran las agujas de tapón rojo y los viales de insulina. En la época en la que el crack hacía estragos, cuanto menos imponía respeto.

Así que ahí estuve durante 30 días en el hospital ensayando lo que iba a ser mi vida tras mi debut en el mundo de la diabetes. Y digo ensayo porque nada te prepara para lo que te viene después. Cuando te dan el alta te toca salir a un escenario que es tu vida pero que ya no reconoces como tal. Todo es igual y distinto a la vez. Se empeñan en decirte que puedes hacer una vida normal y con el paso de los años, es verdad que puedes decir que llevas una vida normal, pero esas tablas en el nuevo escenario te las da el tiempo y para eso, hay que ensayar mucho.

 

Me tocó interpretar un papel que no elegí y que evidentemente no me gustaba, pero al final, en el teatro de mi vida, decidí adaptarme a una vida con diabetes, a MI vida con diabetes. Todo esto me ha convertido en una diabética consolidada con un cuarto de siglo de carrera a mis espaldas y con un humor satírico que estoy deseando compartir con vosotros.

Nos leemos entre pinchazos. Besos dulces.


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